lunes, 25 de agosto de 2008

El Campo Taranz

“por las Cuevas d’Anquita ellos passando van,
passaron las aguas, entrando al campo de Taranz,”

(Cantar de Mio Cid)

No son pocos aquellos que al subir al Campo ven con cierta mezcla de pena y de nostalgia como una basta paramera de aliagas, tomillos y cambrones, antaño transitada por rebaños, se alza al transcurrir de los tiempos sin mayores cambios que el paso del día a la noche. Bien es verdad, que en aquéllos que por nuestra edad no pudimos presenciar tales rurales acontecimientos la sensación de irrelevancia, de tierra sin mayor utilidad ni interés, igualmente contagia nuestras pupilas no mostrándose nada más ante nuestros ojos que un plano, por lo general irregular, rico en setas en otoño y en el que se alzan tres bosques, dos de coníferas junto a otro de horrendo material férreo. Lo que para el común de los mortales parece más increíble es que precisamente sea la parte de ese terreno, sin más árboles que alguna descarriada sabina, donde perdura el más rico, en lo que a su singularidad se refiere, de los ecosistemas de Anguita.

Limítrofe con la Paramera de Maranchón, el Campo de Taranz, ventana esteparia con vistas a lugares más o menos lejanos como el Moncayo o la vecina Medinaceli, es el reino de ciertas especias animales y vegetales que pese a ser familiares para buena parte de los anguiteños, destacan en lo relativo a su singularidad para el ojo foráneo. Dentro de este extremadamente duro reino, destaca una emplumada infanta cuya protección se persigue también en nuestro pueblo como en el resto de su escasísimo ámbito de distribución, se trata de la alondra de Dupont (Chersophilus duponti). Vespertina cantante de los solitarios amaneceres en el Campo, no es de extrañar que los trovadores medievales cantaran poesías refiriéndose a ella donde el caballero amante de princesas abandona el lecho de sus queridas cortesanas al escuchar el canto de la alondra, infalible e incombustible despertador de la estepa castellana. Quién sabe si el Cid, que por estos parajes pasara, tuviera algún favor que agradecer por ello a tal servicial ave. Lo cierto es que en la actualidad sólo parece cantar a sus vegetales señores, sabinas de extraordinaria vejez, que se alzan en el Campo como colosos alzados a los cuatro vientos.

Si bien, no es Anguita quien más pudiera presumir en la comarca por el número de ellas en su haber, bien es cierto que las sabinas cada vez más colonizan un terreno donde se prefieren los extranjeros pinos a la vegetación propia de la zona. Tesoros de incalculable valor ecológico, al igual que la alondra de Dupont tienen un ámbito de distribución limitadísimo, siendo la Península Ibérica (Soria y Guadalajara muy especialmente), partes de Francia y el Magreb sus últimos reductos. La humildad de tales árboles es ejemplar, contentándose con suelos calizos extremadamente pobres que les hacen ser dueñas y señoras de sus alpinos territorios. Veteranas combatientes en la guerra contra el frío, las sabinas son capaces de sobrevivir a gélidas temperaturas, así como, una vez difuntas, servir como inmejorable madera para la construcción de vigas y escalones, así como de rústicos armarios debido a la creencia popular de que su madera es capaz de ahuyentar a las implacables polillas. Ello les valió una gran reputación que a punto estuvo de costarles la extinción y que justificó la inexcusable protección de la que en la actualidad son objeto.

No obstante, la paupérrima piedra caliza imperante en la zona fue en tiempos intensamente pretéritos testigo de cómo durante un tiempo los grandes arrecifes de coral y mantos enormes de peces se extendían por nuestro término, estamos refiriéndonos a la que tal vez sea la mayor de las sorpresas que tal paraje nos repara. Debemos remontarnos para su descubrimiento al Mesozoico, concretamente a los tiempos de transición del Triásico al Jurásico (Liásico), hace 207 millones de años, período geológico al que pertenece la piedra caliza de la zona (contrariamente a la piedra del pueblo y de toda la zona de la Dehesa y de los Castillejos perteneciente al período Triásico.) La pregunta ha realizarse resulta de la existencia en la zona de fósiles marinos (conchas de moluscos pertenecientes a dicho período geológico) y viene a ser la siguiente: ¿hubieron dinosaurios por el Campo?

La respuesta, no obstante, en lo que al Jurásico se refiere, debe ser negativa. Parece ser que, no descartando remotas posibilidades, encontrar dinosaurios en el Campo “va a ser que no”. El caso es que el término de Anguita formó parte del gigantesco Mar de Tethys, embrión primordial del ya naciente Mar Mediterráneo. De hecho, la rotura del supercontinente Pangea[1] daría lugar al surgimiento de un inmenso mar, de nombre fantasioso-masculino, el Mar de Thetys, que cubriría buena parte de la Península Ibérica, incluido el territorio que en la actualidad ocupa Anguita.

Así pues, durante el Jurásico, las aguas del mar anguiteño no estuvieron ocupadas por dinosaurios[2], pero sí por gran cantidad de bestias que en la actualidad no habitan nuestro planeta. Desde pequeños moluscos (como los fósiles, “caracolas”, que se encuentran esporádicamente por nuestro término), a grandes reptiles de varios metros de longitud, animales como los plesiosauros que eran capaces de alcanzar los 12 metros de longitud, caso del pavoroso liopleurodon que reinaba por los mares jurásicos europeos, acechando a animales hoy extintos como los amonites.

No obstante, también para la madre naturaleza parece ser que nunca es tarde, y aquellos grandes seres, presentes en muchos de nuestros sueños, viven en la actualidad, y en abundancia, en nuestro pueblo. Cierto que no nos estamos refiriendo en tono ciertamente jocoso, haciendo desafortunada broma, a nuestros mayores sino que nos referimos a ese pequeño ser con el que abríamos el artículo. Escribimos haciendo referencia a la alondra de Dupont, pero también al buitre, a la perdiz, o al pingüino, pasando por la gallina y el colibrí, pues todas ellas, así como el resto de las aves que habitan nuestro planeta no dejan de ser las herederas actuales del legado de los dinosaurios. Ellas son sus descendientes como nosotros lo somos de antiguos mamíferos, compartiendo tanto las aves como nosotros antepasados comunes en los albores de la vida. No es nada más que eso lo que nos enseña la teoría evolutiva, quién sabe si reflexionando sobre el común parentesco que nos une a toda la vida sobre el planeta podamos estrechar aún mas nuestras relaciones cobrando un protagonismo protector, a la vez que rector, aquellos a quienes la evolución nos ha colocado en el trono de la naturaleza como especie dominante, a aquellos que a nuestra voluntad podemos plantar bosques y alzar mortales torres metálicas, aquellos que bien podemos cuidar el cambronal así como también acabar con el ecosistema del Campo Taranz.

[1] Hasta entonces sólo existía un continente formado por todos los actuales, que gracias a su progresiva división, en virtud de la teoría, unánimemente aceptada por la ciencia moderna, de la tectónica de placas, daría lugar al mapamundi que conocemos. Un curioso experimento para apreciar el fenómeno sería observar cómo en un mapamundi actual los continentes africano y sudamericano encajan perfectamente, como si de piezas de puzzle se trataran.
[2] Pues éstos eran exclusivamente terrestres, no siendo los grandes reptiles aéreos y marinos dinosaurios.
(publicado en el Cantón 2006 y en la web Soria Goig:


Información complementaria:


Para saber más de la zona existe una web que brinda la posibilidad de realizar una visita virtual por la zona de Arcós de Jalón y la parte soriana del Campo Taranz:
Igualmente informar de que en el dominical de EL PAIS de 27 de mayo de 2007 sale un reportaje de la Ruta del CID, con una foto del abandonado pueblo de Obétago (Layna) sito en el Campo Taranz.
Ambas ilustraciones por cortesía de sus respectivos autores

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