jueves, 25 de agosto de 2011

Los nuevos anguiteños

Hay ideas que nos predisponen para el rechazo. El más claro ejemplo es “la Muerte”, otro, la idea de igualdad. El niño de temprana edad no acostumbra a gozar compartiendo sus juguetes, la idea de “renunciar” a algo, en todo o en parte, nos asusta y despierta, negativamente, nuestro propio cuerpo. Por más que se nos eduque en la igualdad, siempre tendemos a ver las diferencias del otro, más aún si es originario de tierras lejanas. Nuestros derechos, expectativas y potestades, ni que sea por preservar nuestros genes, siempre son considerados desde una óptica privilegiada por cada uno de nosotros. Ello es un producto de la naturaleza, del todo incontrolable. Sin embargo, una correcta educación nos hará ver lo “irracional”, lo “naturalmente predispuesto”, que es el racismo o la creencia en la desigualdad del forastero. Cualquier cosa que “dañe” el cuadro que tenemos en nuestras cabezas pintado, es tildado de mancha. Cuando las diferentes ideas y prejuicios se manifiestan en nuestro rincón mágico, Anguita, “nuestro pueblo”, todo toma una prisma diferente, haciéndonos tomar posiciones o creencias que, en referencia a otros lugares, las consideraríamos absurdas.

Extraña paradoja nos repara la Realidad. El camino de los que pertenecen a “mi grupo-consideración” (descendientes de anguiteños que veraneamos en Anguita y sentimos al pueblo como algo propio) hacia la consideración de veraneantes y/o domingueros es proporcional al que recorren hacia el calificativo de “anguiteños” (quiérase ver, o no) los inmigrantes que trabajan-viven en el pueblo. La Anguita “real”, la de invierno, la que paga impuestos y nutre de vida el futuro productivo del lugar tiene genes variopintos, procedentes de todos los rincones habidos por el Mundo.

El sentimiento de “pérdida”, la “Ítaca celtíbera” que antaño dejamos, o dejaron nuestros mayores, nos hace sentirnos más “anguiteños” que nadie, y desde el momento en que lo “nacional” o cultural es cosa puramente social, pura invención humana, ello es en parte cierto. Sin embargo, no podemos cumplir el adagio, comúnmente aceptado, de que el maltratador en muchas ocasiones fue un individuo antes maltratado. La exclusión, el racismo, no puede surgir entre aquellos que en otros lugares fuimos, precisamente eso, “anguiteños”, gente de fuera de Barcelona, Madrid o Zaragoza, gente externa, ajena, inmigrantes (por más que no saliéramos de nuestro propio Estado). Quizá se me acuse de “buenista”, pero no podemos olvidarnos de que, por el mero hecho de ser humanos “todos somos inmigrantes”. Todos somos descendientes de primates africanos, seres que evolucionaron y migraron desde la sabana africana a Europa pasando, directamente o dando vuelta, el Estrecho. Como personas, como veraneantes responsables, debemos tener siempre en cuenta nuestra consideración, nuestro puesto y lugar.

Las calles del pueblo cada vez son más calladas. La gente pierde la sana, y cordial, costumbre, no sólo de preguntar por la familia, sino también de “dar los buenos días”. Los lazos de sangre, que buena parte de los que “vivimos” en Anguita por verano tenemos, se van diluyendo en las calles Desengaño, Luzón, Umbría o La Hoz; cada vez más, como es lógico, se centran en nuestros verdaderos domicilios (aquellos en los que trabajamos, estudiamos, cotizamos, y en última instancia, pagamos impuestos).

Claro está, “debemos tener siempre en cuenta nuestra consideración, nuestro puesto y lugar”, repito. Como la piedra originaria de un lugar, que el río transporta a otro sitio erosionándola (cambiándola) los anguiteños de origen seguimos siendo anguiteños, sólo que partícipes de “otra Anguita”, la de verano, la de vacaciones. La Anguita de invierno, cada vez más, vive de la construcción de las casas que los de verano ocupamos, y no sólo del trigo o las ovejas. La Anguita de invierno construye y cuida de los mayores y dependientes anguiteños.

El sentimiento de quienes acaso no hacen nada más que aterrizar en nuestro pueblo no es igual de poético que el de aquellos que tenemos “larga estirpe anguiteña”, sin embargo, es igual de legítimo y cada vez más necesario. La inmigración, al menos creo yo, es la mayor opción de futuro para estas tierras, tan faltas de juventud y demás palabras del campo semántico “población”. Ello no puede hacer que olvidemos que ambas Anguitas son una. Que el invierno necesita el verano, tanto como el otoño a la primavera. Las estaciones son caras de un mismo ritmo, lo mismo que las caras de un mismo pueblo, visiones de un mismo sitio. Unos y otros debemos comprendernos y saber convivir, con educación y respeto. No se puede imponer el “reggaeton” en tierras de rancio abolengo celtíbero (so pena de molestar el sueño de quienes quieren descansar en paz), pero tampoco pueden exigirse “títulos de anguiteñeidad”, cosa a la que todos, por genética no suficientemente educada, tendemos (no siendo necesario que uno sea de Australia para que ello ocurra, bastando con ser originario, incluso, de una pedanía...). En el matiz, una vez más, está la clave, el equilibrio entre las ambas Anguitas no es necesario, sino indispensable.