jueves, 22 de diciembre de 2011

Un décimo de amor como felicitación navideña


Queridos amigos de Anguita:
Para que celebréis estas fiestas como se merecen, os adjunto un "décimo" que siempre toca.

¡¡FELICES PASCUAS Y PRÓSPERO AÑO BISIESTO 2012!!






miércoles, 14 de diciembre de 2011

Metáfora de la fuente vieja

Mi pueblo, Anguita, era un paraíso. Sabíamos, porque nos lo había dicho el señor cura, que había  sido construido con lo que sobró de hacer el Paraíso Terrenal. Tenía de todo y todo bonito. Estaba construido en las profundidades y una de las laderas de un barranco por el que transcurría el Tajuña, un río caudaloso de aguas claras lleno de truchas y cangrejos.
En mi pueblo éramos felices sin saberlo. Como era natural la alegría y el gusto con que hacíamos todo. Vivíamos en armonía con el entorno y con nosotros mismos y por ello nos era fácil el trato siempre cordial y amigable con todo el mundo.
El cura nos había explicado muchas veces la leyenda bíblica del Paraíso Terrenal como Jardín del Edén y el castigo por el lío de la manzana y el “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Aunque yo siempre pensaba que sólo por una manzana no debió ser, sería  por algo más. A nosotros, como no nos habíamos metido en el lío de la manzana, no nos habían echado de nuestro paraíso natural, pero lo del sudor nos tocó doble.
Desde mi pueblo casi todas las noches se veía la puerta del paraíso que era enorme. Abarcaba todo el cielo y estaba lleno de estrellas, dibujando mil figuras que los viejos nos descubrían y nosotros aprendíamos.
Por el contrario, la ventana del infierno era pequeña y por ella tan sólo nos entraba alguna inconveniencia procedente de la capital que enturbiaba la claridad de nuestra existencia.             
En mi pueblo todo era un círculo perfecto en que las cosas, las circunstancias y los hechos daban vueltas y al final volvían al mismo sitio del principio. El año tenía cuatro estaciones bien marcadas y según ellas, todos sabíamos en cada momento lo que había que hacer.
En mi pueblo todo el mundo era aprendiz de sabio. Había algunos que habían estudiado en la capital o en el seminario, eran los doctos e ilustrados del pueblo,  pero eran los que menos sabían. No sabían si iba a llover, si iba a hacer calor, si haría frío, si se helarían los pocos frutales que teníamos, ni hacer una escoba bien hecha o una cesta de mimbres como hacía mi abuelo Esteban.
Los que de verdad sabían de las cosas que nos daban la vida y de la vida misma eran los viejos como mi abuelo y otros como él a los que todo el mundo hacía caso porque todas las cosas se hacían como siempre se habían hecho.
Pero un día sucedió o empezó a suceder un hecho que cambiaría el orden natural de las cosas con que nos habíamos movido anteriormente. Mi abuelo Esteban nos trajo la mala noticia, cuando estábamos jugando con mis primos Mari y Víctor a la puerta de su casa, “la fuente vieja se ha secado”
Esta simple mala nueva poco a poco fue cambiando la buena armonía, tranquilidad y costumbres en que nos movíamos todos en le pueblo. Por primera vez en muchos meses teníamos delante un hecho que trastocaba todos nuestros esquemas mentales.
En Anguita, cada cosa estaba siempre en el sitio donde tenía que estar y haciendo la función que todos conocían y todos esperaban, y las personas igual. Por eso, cuando se moría alguno de la edad de mi abuelo o más viejo, él solía comentar que era ley de vida pero que un hueco iba a dejar.
Porque mi pueblo era una maquinaria perfecta, como la maquina de moler de la fábrica de harinas. Por eso los que trabajaban allí como mi padre, Juanito o Serapio hacían tres turnos para que la máquina de moler que se movía con la fuerza del agua que entraba desde el caz, no parase nunca.
Y en esta maquinaria que era mi pueblo – según me explicaba mi abuelo Esteban-, cada una de las personas, los mismos animales y las cosas teníamos asignado nuestro papel y no lo podíamos abandonar porque ello hubiese repercutido en todo lo demás. Por eso yo cada mañana, aunque me cayese de sueño, tenía que seguir a mi  abuelo y al cordero hasta los campos de cereal “a espigar”,  recoger las espigas que se dejaban los segadores y gavilleros para que no quedase ninguna desaprovechada.
La sequía de la fuente vieja en el segundo barranco y nuestra incapacidad para rebrotarla nos hizo  tomar conciencia de que el pueblo ya no era capaz de darnos todo lo que necesitábamos. Estaba dejando de ser una maquinaria perfecta y empezaba a tener algunos desajustes.
La amenaza de cierre de la fábrica de harinas también se mostraba cada vez más amenazadora y mis padres habían asumido que, en cuanto ocurriese,  tendríamos que emigrar a la capital toda la familia. Pero no era sólo  lo de la fábrica de harinas, había otras familias  que se dedicaban a pescar cangrejos con reteles y también estaban viendo disminuir su actividad.
Y así, muchos de nosotros tuvimos que emigrar a la capital donde nos tocó vivir encerrados en el progreso de un pequeño piso de arrabal. Asombrados por el trasiego de la ciudad donde, cada día, la vida transcurría apresurada en un concierto inarmónico de gente que, mal-concertada, corría tras el progreso sin llegar a alcanzarlo.
En algunos años, también tuvimos que traernos a mis abuelos a la ciudad donde muchos días bajaban al jardín artificial que teníamos disecado a la puerta del bloque, un mal espejo de la inmensidad del campo. Allí intercambiaban su asombro con otros viejos que como ellos habían sido trasplantados desde mil pueblos perdidos y todos mostraban su perplejidad ante un mundo cambiante que los sobrecogía.
Todos nosotros compartíamos las miserias de la gente persiguiendo una vida invivible, mediata, limitada y llena de incertidumbres ciertas. Mientras, en la ventana mágica de la televisión nos mostraban un mundo ilimitado e inabarcable, lleno de certidumbres maravillosas pero inciertas.
Señuelos y espejismos fugaces que nos mostraban para hacernos creer en los paraísos artificiales que nos iban a traer la dicha suprema para gozar sin trabajar, disfrutar sin merecer. Todo para contentar nuestros deseos eternos con alegrías pasajeras y gozar en solitario lo que no sabíamos ni debíamos compartir con los demás.
Los pisos eran mundos minúsculos y cerrados donde escondíamos nuestras pequeñas alegrías y purgábamos nuestras grandes miserias. Nos estábamos encerrando en nosotros mismos con pequeños goces terrenales incompartibles, porque no sabíamos disfrutar de los grandes placeres compartidos con los demás que la naturaleza, en nuestro pueblo, siempre nos había regalado con prodigalidad.
Después, los que habíamos aprendido a vivir a las puertas del paraíso, hemos viajado por medio mundo, hemos trabajado con gentes de otras culturas y hemos tratado, de manera inútil, de comprender en los libros el sentido inexplicable de esta vida sin sentido mientras nos hemos visto sobrellevados y arrastrados por la rueda del progreso.
Por ello necesitamos regresar cada año, cuando la rueda imparable de la vida pasa   más cerca de nuestro pueblo, Anguita, para recargar nuestras vidas.
El entorno es el mismo y allí residen las energías que nos alimentaron en nuestros orígenes. Pero las fuentes se siguen secando, los pinares desaparecen, los cangrejos no perviven, las truchas son escasas, los campos no se siembran, las choperas son escuálidas, el espliego es una reliquia de museo al aire libre, el “navajo” está casi seco cada estío, las abejas ya no liban, la cigüeña ya no ha vuelto y los gallos no cantan al amanecer, mientras las jaurías de perros enjaulados aúllan en las madrugadas añorando su libertad robada.  
Necesitamos libar en las pocas fuentes que perviven, meditar sobre sus piedras o bajo la “torre la cigüeña” y perdernos por los campos; porque las gentes que adornaban cada esquina, cada puerta y cada calle, todos los que enriquecieron los paisajes de nuestra infancia, fueron habitando el “camposanto” y nos esperan allí, junto a mi padre y mis abuelos que, como muchos otros, murieron lejos pero han acudido a su llamada.               
Mientras, nosotros, los supervivientes del progreso volvemos cada año a las puertas del paraíso para recargar nuestras almas. Aunque hemos descubierto - como le pasó a mi abuelo Estaban que me confesó antes de morir que ya no le importaba morirse lejos -, que el paraíso no está en aquellas tierras, desde allí sólo se podía ver con nitidez. El paraíso lo llevamos dentro y nos acompaña mientras soñamos despiertos y queremos dormidos aquellos pasajes de felicidad vividos.    
Por eso, no nos importa morirnos lejos y que nos entierren o nos quemen en cualquier morgue sofisticada de diseño futurista.
Nuestro espíritu volará hasta Anguita para reunirnos con las almas que nos aguardan en el cuartito misterioso del fondo del “camposanto”


martes, 6 de diciembre de 2011

En busca de los ocho bisabuelos en Anguita

 
Mi abuela paterna Primitiva Carrera Díez (1875-1940)

Cuando queremos averiguar los nombres y datos de nacimiento y defunción de nuestros antepasados más inmediatos, generalmente llegamos con relativa facilidad hasta los respectivos cuatro abuelos. 

La cosa se complica al intentar avanzar una generación más, para conocer los correspondientes datos de los ocho bisabuelos. Por lo menos es lo que me ha ocurrido a mí, al pretender localizar en Anguita y su entorno a los bisabuelos de mi padre, Gregorio Ibáñez Carrera.

Después de "bucear" bastante tiempo, con ayuda de Fito, en los archivos del Registro Cívil del Ayuntamiento, y en los Registros Parroquiales, he conseguido reunir los nombres de dichos ocho bisabuelos, aunque todavía falten algunos datos de ellos.

Los he reunido en el cuadro geneálogico que muestro a continuación, por si a alguien le interesa conseguir algo similar:


A aquellos de vosotros que les guste obtener un cuadro geneálogico parecido, os ofrezco mi ayuda gratuita para conseguirlo.

Para ello tendremos que solicitar la ayuda del administrador de este sitio, para ver de qué forma me facilitáis los datos conocidos de vuestros antepasados, y nos comunicamos privadamente.

Cualquier comentario será bienvenido.