lunes, 24 de agosto de 2009

Sobre Sigüenza y el Renacimiento

Jamás fuera de persona viviente observé una uña más humana. No hay en ninguna estatua terrestre detalles tan divinamente mortales. Sus ojos parecen estar llorando que el guerrero quedara petrificado en fino alabastro; Martín Vázquez de Arce, más conocido como “el Doncel”, es una contradicción para el ojo humano, parece estar vivo, aun siendo la figura su sepultura; fue inmortalizado como “Doncel” no siendo “virgen”, pues tuvo hija (enterrada, mismamente, en la Capilla de San Juan y Santa Catalina).

En relación a Sigüenza, no sería digno acabar de escribir sobre la ciudad sin hacer mención a otra gran joya, a mí ver, de igual o mayor esplendor que tan ilustre tumba renacentista, la Sacristía de las Cabezas. Realizada allá por el año 1550 (por Martín de Vandoma, y diseño de Alonso de Covarrubias), es difícil resistirse a invocar el genio, e ingenio, que se desprende de todos aquellos artistas que medraron, y en ocasiones triunfaron, durante el Renacimiento....

Durante mi última visita al lugar, hace apenas unos días, nuestro guía (sabio y cordial como pocos) no dejaba por un momento de alabar este periodo de la Historia. Repetía, una y otra vez, las virtudes del haberse “redescubierto” la filosofía griega de Platón y Aristóteles, ese clímax entre espiritualidad y pragmatismo que dieron pie al Renacimiento. Sinceramente, es evidente que nos encontramos ante uno de los períodos más gloriosos en lo que al cultivo de la ciencia se refiere. Sin embargo, es más que dudoso que podamos hablar de esta etapa como una de las mejores para el humano residente en Europa.

Hace un tiempo, un muy buen amigo ruso me comentó una de sus sabias reflexiones: el hombre sabio, en numerosísimas ocasiones, surge en tiempos de crisis y conflictos. Ciertamente, el ocaso del Imperio español coincidió con personajes de la talla de Góngora o Quevedo, la Guerra Civil española con los hermanos Machado o Alberti, la caída del Imperio Romano de Occidente coincidió con San Agustín y el Renacimiento… con Miguel Ángel, Leonardo da Vinci… y un incalculable número de genios.

Este afortunadísimo pensamiento de mi “leoncio” amigo me ha vuelto a venir a la memoria al leer el interesantísimo libro de Stephen Toulmin: “Cosmópolis: El trasfondo de la modernidad” (Barcelona, Ediciones Península, 2001). El autor, discípulo de Ludwig Wittgenstein, duda de que el Renacimiento (y demás signos primordiales de modernidad) tuvieran lugar en un momento de especial “pacifismo” (véanse la Guerra de los Treinta Años, la Reforma y Contrareforma, la Santa Inquisición y un largo etcétera). Todo esto hace que me pregunte si lo adverso del contexto, del “paradigma” en el que a uno le toca vivir (en terminología de Kuhn), ayuda a “agudizar” la inteligencia, incrementando la frecuencia con que surgen genios.

La Segunda Guerra Mundial coincidió con Einstein, Larenz, Bohr, Kelsen, Picasso, Le Corbussier… y otros. A nadie se le escapa que en este periodo “de Paz” (cuasi-exclusivamente para Occidente) son pocos, o ninguno, los genios que han ido surgiendo. ¿Por qué? ¿En verdad… “el hambre acerva la inteligencia”?.

Es bien cierto que las oportunidades surgen de las crisis, es en estos momentos donde se fraguan los futuros motivos de éxito. La propia Historia Natural tiene también ejemplos de ello, las especies exitosas surgen en tiempos de “extinciones masivas”, llámense: dinosaurios, mamíferos, humanos, gorriones o gaviotas. En un mundo imperfecto, el juego entre el fracaso y el éxito da forma a nuestro Mundo. Si bien es cierto que aprendemos más de nuestros éxitos que de nuestros errores (así lo demuestra la neurociencia y los estudios realizados con nuestras neuronas) es bien cierto que sin el “error”, todo carecería de significado, al no haber “significante”.

Ilustraciones: 1) El Doncel de Sigüenza; 2) "El hombre de Vitruvio", obra de Leonardo da Vinci

Artículo publicado en Nubiru: www.nubiru.blogspot.com

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