Mi pueblo, Anguita, era un paraíso. Sabíamos,
porque nos lo había dicho el señor cura, que había sido construido con lo que sobró de hacer el
Paraíso Terrenal. Tenía de todo y todo bonito. Estaba construido en las
profundidades y una de las laderas de un barranco por el que transcurría el
Tajuña, un río caudaloso de aguas claras lleno de truchas y cangrejos.
En mi pueblo éramos felices sin saberlo.
Como era natural la alegría y el gusto con que hacíamos todo. Vivíamos en armonía
con el entorno y con nosotros mismos y por ello nos era fácil el trato siempre
cordial y amigable con todo el mundo.
El cura nos había explicado muchas veces
la leyenda bíblica del Paraíso Terrenal como Jardín del Edén y el castigo por
el lío de la manzana y el “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Aunque yo
siempre pensaba que sólo por una manzana no debió ser, sería por algo más. A nosotros, como no nos
habíamos metido en el lío de la manzana, no nos habían echado de nuestro
paraíso natural, pero lo del sudor nos tocó doble.
Desde mi pueblo casi todas las noches se
veía la puerta del paraíso que era enorme. Abarcaba todo el cielo y estaba lleno
de estrellas, dibujando mil figuras que los viejos nos descubrían y nosotros
aprendíamos.
Por el contrario, la ventana del
infierno era pequeña y por ella tan sólo nos entraba alguna inconveniencia procedente
de la capital que enturbiaba la claridad de nuestra existencia.
En mi pueblo todo era un círculo
perfecto en que las cosas, las circunstancias y los hechos daban vueltas y al
final volvían al mismo sitio del principio. El año tenía cuatro estaciones bien
marcadas y según ellas, todos sabíamos en cada momento lo que había que hacer.
En mi pueblo todo el mundo era aprendiz
de sabio. Había algunos que habían estudiado en la capital o en el seminario,
eran los doctos e ilustrados del pueblo,
pero eran los que menos sabían. No sabían si iba a llover, si iba a
hacer calor, si haría frío, si se helarían los pocos frutales que teníamos, ni
hacer una escoba bien hecha o una cesta de mimbres como hacía mi abuelo Esteban.
Los que de verdad sabían de las cosas
que nos daban la vida y de la vida misma eran los viejos como mi abuelo y otros
como él a los que todo el mundo hacía caso porque todas las cosas se hacían
como siempre se habían hecho.
Esta simple mala nueva poco a poco fue cambiando
la buena armonía, tranquilidad y costumbres en que nos movíamos todos en le
pueblo. Por primera vez en muchos meses teníamos delante un hecho que
trastocaba todos nuestros esquemas mentales.
En Anguita, cada cosa estaba siempre en
el sitio donde tenía que estar y haciendo la función que todos conocían y todos
esperaban, y las personas igual. Por eso, cuando se moría alguno de la edad de
mi abuelo o más viejo, él solía comentar que era ley de vida pero que un hueco
iba a dejar.
Porque mi pueblo era una maquinaria
perfecta, como la maquina de moler de la fábrica de harinas. Por eso los que
trabajaban allí como mi padre, Juanito o Serapio hacían tres turnos para que la
máquina de moler que se movía con la fuerza del agua que entraba desde el caz,
no parase nunca.
Y en esta maquinaria que era mi pueblo –
según me explicaba mi abuelo Esteban-, cada una de las personas, los mismos
animales y las cosas teníamos asignado nuestro papel y no lo podíamos abandonar
porque ello hubiese repercutido en todo lo demás. Por eso yo cada mañana,
aunque me cayese de sueño, tenía que seguir a mi abuelo y al cordero hasta los campos de
cereal “a espigar”, recoger las espigas
que se dejaban los segadores y gavilleros para que no quedase ninguna desaprovechada.
La sequía de la fuente vieja en el segundo
barranco y nuestra incapacidad para rebrotarla nos hizo tomar conciencia de que el pueblo ya no era
capaz de darnos todo lo que necesitábamos. Estaba dejando de ser una maquinaria
perfecta y empezaba a tener algunos desajustes.
La amenaza de cierre de la fábrica de
harinas también se mostraba cada vez más amenazadora y mis padres habían
asumido que, en cuanto ocurriese,
tendríamos que emigrar a la capital toda la familia. Pero no era
sólo lo de la fábrica de harinas, había
otras familias que se dedicaban a pescar
cangrejos con reteles y también estaban viendo disminuir su actividad.
Y así, muchos de nosotros tuvimos que emigrar
a la capital donde nos tocó vivir encerrados en el progreso de un pequeño piso
de arrabal. Asombrados por el trasiego de la ciudad donde, cada día, la vida
transcurría apresurada en un concierto inarmónico de gente que, mal-concertada,
corría tras el progreso sin llegar a alcanzarlo.
En algunos años, también tuvimos que
traernos a mis abuelos a la ciudad donde muchos días bajaban al jardín
artificial que teníamos disecado a la puerta del bloque, un mal espejo de la
inmensidad del campo. Allí intercambiaban su asombro con otros viejos que como
ellos habían sido trasplantados desde mil pueblos perdidos y todos mostraban su
perplejidad ante un mundo cambiante que los sobrecogía.
Todos nosotros compartíamos las miserias
de la gente persiguiendo una vida invivible, mediata, limitada y llena de
incertidumbres ciertas. Mientras, en la ventana mágica de la televisión nos
mostraban un mundo ilimitado e inabarcable, lleno de certidumbres maravillosas
pero inciertas.
Señuelos y espejismos fugaces que nos
mostraban para hacernos creer en los paraísos artificiales que nos iban a traer
la dicha suprema para gozar sin trabajar, disfrutar sin merecer. Todo para
contentar nuestros deseos eternos con alegrías pasajeras y gozar en solitario
lo que no sabíamos ni debíamos compartir con los demás.
Los pisos eran mundos minúsculos y
cerrados donde escondíamos nuestras pequeñas alegrías y purgábamos nuestras
grandes miserias. Nos estábamos encerrando en nosotros mismos con pequeños
goces terrenales incompartibles, porque no sabíamos disfrutar de los grandes
placeres compartidos con los demás que la naturaleza, en nuestro pueblo,
siempre nos había regalado con prodigalidad.
Después, los que habíamos aprendido a
vivir a las puertas del paraíso, hemos viajado por medio mundo, hemos trabajado
con gentes de otras culturas y hemos tratado, de manera inútil, de comprender
en los libros el sentido inexplicable de esta vida sin sentido mientras nos
hemos visto sobrellevados y arrastrados por la rueda del progreso.
Por ello necesitamos regresar cada año,
cuando la rueda imparable de la vida pasa más cerca de nuestro pueblo, Anguita, para
recargar nuestras vidas.
El entorno es el mismo y allí residen las
energías que nos alimentaron en nuestros orígenes. Pero las fuentes se siguen
secando, los pinares desaparecen, los cangrejos no perviven, las truchas son
escasas, los campos no se siembran, las choperas son escuálidas, el espliego es
una reliquia de museo al aire libre, el “navajo” está casi seco cada estío, las
abejas ya no liban, la cigüeña ya no ha vuelto y los gallos no cantan al
amanecer, mientras las jaurías de perros enjaulados aúllan en las madrugadas
añorando su libertad robada.
Necesitamos libar en las pocas fuentes
que perviven, meditar sobre sus piedras o bajo la “torre la cigüeña” y
perdernos por los campos; porque las gentes que adornaban cada esquina, cada
puerta y cada calle, todos los que enriquecieron los paisajes de nuestra infancia,
fueron habitando el “camposanto” y nos esperan allí, junto a mi padre y mis
abuelos que, como muchos otros, murieron lejos pero han acudido a su llamada.
Mientras, nosotros, los supervivientes
del progreso volvemos cada año a las puertas del paraíso para recargar nuestras
almas. Aunque hemos descubierto - como le pasó a mi abuelo Estaban que me
confesó antes de morir que ya no le importaba morirse lejos -, que el paraíso no
está en aquellas tierras, desde allí sólo se podía ver con nitidez. El paraíso lo
llevamos dentro y nos acompaña mientras soñamos despiertos y queremos dormidos
aquellos pasajes de felicidad vividos.
Por eso, no nos importa morirnos lejos y
que nos entierren o nos quemen en cualquier morgue sofisticada de diseño
futurista.
Nuestro espíritu volará hasta Anguita
para reunirnos con las almas que nos aguardan en el cuartito misterioso del
fondo del “camposanto”
2 comentarios:
Todo un lujo poder contar con tus escritos Félix. Mi admiración y enhorabuena! ;-)
Félix, recuerdo con mucho cariño a cuantos trabajaron en la Fabrica de Harinas: admire su trabajo agradecí sus atenciones
Luis
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